Alto delgado, demasiado delgado tal vez. Se le caían un poco los pantalones. Llevaba una mala alimentación y su única motivación en la vida de las últimas semanas era salir casi corriendo de la oficina para poder llegar a la biblioteca. Todos los días la misma rutina. Pasaba por los pasillos de la biblioteca, recorría despacio con la mirada los estantes hasta que encontraba el libro y era EL libro.  Parecía lo más normal del mundo, pero tenía el título Perfecto para invitar a leerlo.

“Sin título” se podía leer en la pasta dura seguido de un: sin autor. Parecía una broma, pero una broma digna de abrir esa pasta dura  por lo menos para averiguar si en realidad no había más información del libro.

Esta figura larga y delgada tomaba todas las tardes aquel libro con la misma curiosidad de la primera vez. No tenía nada especial, era una biografía novelada bastante aburrida. Pero él se sentaba afuera de la biblioteca, perdido entre los jardines que la rodeaban. No era tampoco un lugar muy acogedor. Había tantos árboles que creaban una sensación un poco lúgubre en el espacio que acostumbraba tirarse en el pasto- tierra a leer.

Cualquier otra persona hubiera dejado el libro de regreso en su estante a las pocas páginas de lectura. Pero él estaba fascinado con la historia. Lineal, simplona. Un niño de clase media en una familia aburrida que todas las noches se sentaba enfrente de una televisión a ver las noticias del día para después cenar y dormir. La mayor gracia que se le encontraba al personaje central era una extraña habilidad para memorizar las placas de los coches. Ya adolescente, pasaba por las mesas de los bares saludando a sus amigos con el nombre y el número de placa. Era algo curioso, jamás olvidaba una placa.

Esto y todos los detalles que leía, página tras página le causaba una fascinación extraña al hombre que permanecía casi sin moverse tirado en aquel jardín oscuro.

Así pasó la niñez, la adolescencia y parte de la vida adulta de un personaje sin mucho chiste. Hasta que pasó algo que podría haberle dado sentido al libro: el protagonista había sufrido un accidente cerebro vascular y estaba en coma. Nada más interesante pasó. El libro “sin título”, solo narraba página tras página largos y aburridos días que transcurrían en un hospital. El protagonista, en coma, ni siquiera podía escuchar las historias que contaba su mamá a las visitas: todos los días. No importaba si era una genuina visita o una visita médica. Lo mismo daba si era la enfermera de la mañana o de la noche, la mamá del protagonista repetía la extraña habilidad de su hijo por aprenderse las placas de los coches.

Lo conmovedor, tal vez, no era la madre contando estas historias, era la emoción que le causaba al lector. El hombre día tras día leía estas páginas y se emocionaba, como si fuera su historia, como si estuvieran narrando la historia de su vida.

Los días pasaron y llegó el “final del libro sin título”. No era en realidad un final, el libro tenía a partir de la página 302 una serie de páginas en blanco.

El hombre un poco triste, un poco curioso, un poco feliz de haber leído esa historia dejó el libro en el estante en el que lo encontró el primer día y salió de la biblioteca para continuar con su rutina. La misma de todos los días.

Nunca tuvo la curiosidad de leer la dedicatoria, probablemente se hubiera acordado que ese libro lo escribió él. No era su historia, era la historia de su mejor amigo: Gerardo. Su madre le había pedido que le ayudara a escribir esta historia para que sus hijos la leyeran. El día que desconectaron a Gerardo, su hermano del alma, la tristeza ahogada en alcohol lo llevó al mismo hospital en donde unas horas antes había muerto su amigo. Ahí permaneció un tiempo corto recuperando todo menos la memoria.