A las 3:30 de la tarde, Mariana recibió la llamada que ya esperaba. Sabía que su cliente, Javier, estaba otra vez a punto de tomar una decisión impulsiva, como si con cada nuevo ciclo de emociones la misma escena se repitiera. El colaborador incómodo, como le llamaba ella en su mente, estaba otra vez en la cuerda floja. Esta vez, sin embargo, había algo diferente en su voz; una especie de resignación mezclada con la rabia habitual. Javier quería despedirlo. Mariana escuchó con atención, sabiendo que al final de la conversación el resultado sería el mismo: nadie se iría.

—Yo creo que deben hablar —comenzó Mariana, en un tono más suave del habitual—. Tal vez solo necesitan sentarse y establecer reglas claras.

Javier suspiró, lanzando una retahíla de insultos que esta vez no le molestaron. Sabía que no eran para ella. Cuando terminó de desahogarse, le pidió que hablara con el empleado y le dijera que se fuera preparando para su salida.

Hizo la llamada, como tantas veces antes, y, como siempre, la conversación fue cordial. Pero al colgar, Mariana sintió el mismo vacío. Era como si esas conversaciones fueran ecos de algo más grande, algo que no llegaba a completarse nunca. Al día siguiente, el empleado incómodo la llamó para decirle que, de hecho, no se iba. La misma historia de siempre.

Mariana pensaba en eso mientras revisaba su teléfono. Las redes sociales le servían como una vía de escape, pero ese día se sintió abrumada. Sin pensarlo demasiado, publicó un simple “Me doy” en su Instagram, un grito al vacío que provocó una avalancha de respuestas. En su mente, resonaba una frase: “Even in my grave, my heart beats for you.”

No había nada más cierto que eso. Llevaba tiempo sintiendo que su vida se había convertido en una espera interminable, como la carta de Beethoven a su amada inmortal. “My immortal beloved”, susurró para sí misma, como si al decirlo se materializara lo que tanto había añorado. El problema era que, al igual que en la historia de la película, esos amores que le llenaban el alma nunca se concretaban. Eran sueños lejanos, como el de ese hombre que ella sabía que nunca podría amar por completo.

En las horas que siguieron a su publicación, los mensajes se sucedían. ¿Estás bien? ¿A quién hay que golpear? Y, el más desconcertante de todos, un “No estoy listo para una relación.” Ese último mensaje la dejó helada. Recordó la última vez que lo había visto. Un día antes lo había invitado a salir, pero él no había podido. No había sido gran cosa, pero algo dentro de ella se rompió al leer esas palabras. “Even in my grave…”, volvió a pensar, y la frase adquirió otro sentido. Los amores imposibles no eran solo una tragedia del pasado; estaban en su presente.

”My angel, my all, my own self…” Las palabras seguían resonando en su mente. Siempre había algo que impedía que sus sentimientos florecieran por completo. O quizás era ella quien se ponía las barreras, como si no mereciera un amor tan profundo. La relación, si se le podía llamar así, se había desmoronado antes de siquiera comenzar.

El juego de las redes sociales se había vuelto un laberinto de emociones malinterpretadas. Cada canción que subía era recibida con respuestas que no pedía. Canciones dedicadas sin dedicatoria, comentarios sin contexto. “Do not be sorry, you are not to blame.” Pero las personas se lo tomaban todo de forma personal. Mariana había comenzado a usar la música como una forma de comunicación que nadie comprendía del todo, una suerte de lenguaje propio que solo complicaba las cosas. Incluso había llegado a experimentar la frustración de alguien que interpretaba una canción de manera completamente opuesta a su intención. MADRES, pensó, riéndose amargamente.

Hacía unos días, Mariana decidió publicar unas frases que sugerían el final de algo, con la esperanza de descubrir si ese hombre estaba más al pendiente de lo que ella compartía en redes que de lo que realmente le decía en privado. Al igual que Beethoven con su amada inmortal, se encontraba atrapada en la contradicción de un amor que no podía ser, pero que seguía quemando en su pecho. “Ever thine. Ever mine. Ever ours.”

Esperó. Los eclipses, dicen, se llevan lo que ya no necesitas en tu vida. Y aunque no estaba segura de si estaba lista para dejarlo ir, entendía que había aprendido algo valioso. Las palabras que nunca se dijeron, los amores que nunca serían, todo eso formaba parte de un ciclo del que solo ella tenía el poder de liberarse.

—Feliz eclipse —escribió finalmente, con una sonrisa cansada, sabiendo que aunque su corazón aún latiera por él, era tiempo de cerrar esa etapa.