—Mi amor, chiquita, ¿ya no quieres jugar?

No puedo responder. La voz sale sin sonido, las palabras se quedan mudas, el dolor me ha dejado vacía. Creo que ya no siento nada. No siento el cuerpo, no siento tristeza, ya no siento mucho.

Niego con la cabeza.

—Ándale, te escondí más sorpresas por la casa.

Me toma del brazo y repite el proceso que ha seguido toda la noche, una y otra vez: me lleva hasta la puerta de entrada, me dice que tiene una sorpresa para mí, me guía hasta algún punto y comienza…

—Caliente, caliente, a la derecha. Ya casi, mi amor, ya casi. Ahí exactamente, ahora ve tu sorpresa, mi niña linda.

Me sorprende que me hable con tanto cariño. No lo conozco.

—Ya.
—¿Qué es? Anda, dime cuál es la sorpresa esta vez. Y hazlo como me gusta: con detalles.

—Es la cabeza de mi papá.