Daniel siempre había tenido una rutina ordinaria: café por la mañana, trabajo en una oficina anodina, y largas noches escuchando música en su pequeño departamento. Su vida giraba en torno a las canciones que llenaban el silencio. Tenía listas de reproducción para cada momento del día: para despertarse, para concentrarse, para olvidar. La música era su refugio, su lenguaje secreto.

Todo comenzó con una canción. Una balada nostálgica que había encontrado por casualidad: “Green Eyes”. La letra hablaba de miradas hipnóticas, del poder de unos ojos capaces de capturar el alma. Daniel la escuchó una y otra vez, casi obsesivamente. No podía explicarlo; la melodía parecía calmar algo profundo que arrastraba de su infancia.

Una mañana, al mirarse en el espejo, notó que sus ojos estaban diferentes. Antes eran cafés, sin chiste. Ahora, un destello verde se deslizaba en el iris, como si una gota de esmeralda hubiera caído en ellos. Lo atribuyó a la luz, a su imaginación, pero con cada repetición de la canción, el verde se volvía más evidente y su mirada más interesante.

La siguiente transformación ocurrió días después, cuando no podía quitarse de la cabeza “Scar Tissue” Había algo en la melancolía de esa guitarra que resonaba con él.  Una mañana al despertar se dirigió al baño y al verse en el espejo notó una fina cicatriz en su ceja izquierda, justo como la que describía la letra. No recordaba haberse lastimado. Tocó la marca con incredulidad; parecía llevar toda una vida allí.

A partir de ese momento, Daniel comenzó a notar un patrón. Cada vez que escuchaba una canción repetidamente, algo en él cambiaba. Con “Wild Hair”, su cabello, siempre liso y ordenado, se volvió rebelde, indomable, como si el viento de otoño lo agitara sin tregua. Con “Golden Skin”, su tez pálida adquirió un tono cálido, como si un atardecer se hubiera quedado atrapado en su piel.

Al principio, estas transformaciones físicas le fascinaban. Sentía que la música lo estaba esculpiendo, que estaba abandonando la monotonía de su ser para convertirse en alguien más interesante, más vivo. Pero pronto, las cosas se salieron de control.

Un día, comenzó a obsesionarse con “Fireheart”, una canción visceral y ardiente que hablaba de un alma devorada por la pasión. La escuchó durante horas, hasta que sintió un calor insoportable en su pecho. Mirándose al espejo, descubrió que sobre su piel había aparecido un tenue dibujo de llamas, como si su corazón hubiera intentado escapar.

Daniel intentó detenerse, pero la música era una tentación constante. Era imposible vivir sin ella. Y las transformaciones continuaron: sus manos adquirieron un leve temblor después de escuchar “Thunder”, una canción que hablaba de tormentas interiores. Un susurro en su oído, suave pero persistente, apareció tras obsesionarse con “Whispering Wind”.

Con el tiempo, Daniel comenzó a evitar los espejos. No reconocía al hombre que veía, había sufrido una metamorfosis. Era una mezcla de las canciones que había amado: ojos verdes como el musgo, un cabello salvaje, una cicatriz que hablaba de historias no vividas, un corazón marcado por llamas invisibles. Era una obra de arte extraña, pero también un desconocido para sí mismo.

Un día, encontró una canción que lo paró en seco. “Empty Room”. La letra hablaba de una vida perdida en el eco de lo que otros habían dejado, de una identidad formada por las sombras de los demás. Daniel se miró al espejo mientras la canción sonaba, y por primera vez, se dio cuenta de lo que había sucedido.

Ya no sabía quién era. Su esencia, sus gustos, incluso sus recuerdos parecían disolverse en las melodías que había dejado entrar en su vida. Había moldeado su cuerpo, su rostro, su alma con las historias de otros, dejando la suya propia en blanco, inexistente.

Apagó la música. No se había percatado lo extraño que era el silencio, incómodo. Pero también era necesario. Durante días, permaneció así, sin música. Intentó recordar qué canciones lo definían antes de perderse. ¿Qué amaba? ¿Quién quería ser?

Una tarde, después de semanas de silencio, tomó la guitarra que había dejado olvidada en un rincón. Sin pensarlo, comenzó a tocar una melodía. No era perfecta, pero era suya. Cantó, primero tímidamente, luego con más fuerza.

Y esa noche, cuando se miró al espejo, notó algo diferente. Los rasgos que la música había dibujado seguían ahí, pero algo nuevo comenzaba a emerger. Algo que no era el eco de nadie más. Por primera vez, Daniel sintió que estaba escuchando su propia canción.