Muchas veces he escrito en este blog sobre el fanatismo. Hoy lo hago de nuevo, más preocupada que nunca, y con una despedida a mis textos de temas políticos en este espacio. Lo hago con la convicción de que debemos encontrar maneras más disruptivas de construir una ciudadanía independiente del régimen y de los poderes fácticos, con el único interés de promover el bien común.

Mi decisión, que es personal, responde a una conclusión a la que he llegado al estudiar el fanatismo: quienes nos oponemos a él, lo alimentamos. Nuestra relación con este fenómeno es de corresponsabilidad. Todo fuego se nutre de oxígeno, y sin embargo, ante un incendio, la primera reacción es abrir puertas y ventanas para no sofocarse.

El fanatismo en torno a un líder político, como podría percibirse alrededor de AMLO, presenta varios riesgos cuando se aprueban reformas que alteran la estructura del poder, como la reciente reforma al Poder Judicial. Según el artículo “Claves psicológicas del fanatismo político” del psicólogo Enrique Echeburua, el fanatismo implica una adhesión ciega a las creencias de un líder o movimiento, lo que puede llevar a la deshumanización de los opositores y a la justificación de medidas que, en circunstancias normales, generarían resistencia o debate. Esta dinámica puede tener graves consecuencias para la democracia y el Estado de derecho.

Uno de los riesgos más inmediatos es la destrucción de contrapesos y concentración del poder, que ya prácticamente no existen en México. Si el Poder Judicial pierde su independencia, como advierte el ex presidente Ernesto Zedillo, el Ejecutivo puede ejercer un control casi total sobre los otros poderes del Estado. Este escenario, en combinación con un ambiente fanático, permite que decisiones que deberían ser sujetas a escrutinio y control se tomen sin las debidas revisiones. La ausencia de un sistema de pesos y contrapesos efectivamente convierte al poder en un ente arbitrario, lo que debilita gravemente la democracia.

El fanatismo tiende a polarizar y deshumanizar a los opositores, dividiendo a la sociedad entre “nosotros” y “ellos”. En este caso, cualquier oposición a las reformas puede ser vista como una traición o como un ataque a la nación; lo que facilita la exclusión de voces disidentes hasta dentro de los mismos seguidores y simpatizantes del régimen como lo hemos podido ver los últimos días.

La polarización puede y está generando un entorno donde el pluralismo y la tolerancia desaparecen, y las decisiones del líder o del partido en el poder son consideradas INCUESTIONABLES. Esto es particularmente peligroso en el contexto de una reforma judicial, ya que podría permitir la persecución política o la neutralización de cualquier resistencia legítima, incluso bajo un marco legal aparentemente democrático.

La legitimación de medidas extremas es otro peligro inherente al fanatismo. Un grupo que cree firmemente en una causa y en su líder puede justificar decisiones radicales que, de otro modo, serían consideradas antidemocráticas o extremas. Como menciona Zedillo, el actual gobierno ha emprendido medidas para desarticular instituciones como el INE y el Tribunal Electoral, bajo el pretexto de mejorar el sistema, pero el resultado puede ser la consolidación de un poder sin límites.

En este contexto, es importante recordar eventos históricos que ilustran los peligros de la concentración de poder y el fanatismo. Un ejemplo clave es el ascenso del nazismo en Alemania. Durante los primeros años del régimen nazi, Adolf Hitler aprobó leyes que destruyeron los contrapesos institucionales y consolidaron su poder sobre el Poder Judicial. Los jueces fueron reemplazados por leales al partido nazi, y cualquier oposición fue vista como una amenaza a la nación. Este proceso, similar a lo que podría ocurrir en México si no se protege la independencia judicial, permitió al régimen nazi perseguir a sus opositores políticos y, eventualmente, llevar a cabo atrocidades como la creación de campos de concentración.

El nazismo es un ejemplo extremo de cómo el fanatismo y la destrucción de contrapesos llevaron a la deshumanización total de aquellos considerados enemigos del régimen. A través de la propaganda y el control absoluto del Estado, los nazis convencieron a gran parte de la población de que los judíos, comunistas, gitanos y otros grupos eran responsables de los problemas de Alemania. La concentración del poder permitió que estas medidas extremas, que incluían la persecución, encarcelamiento y exterminio de millones de personas, fueran implementadas sin oposición significativa.

Aunque el contexto actual de México es muy distinto, la lección de la historia es clara: cuando el fanatismo y la concentración de poder se combinan, el resultado puede ser la erosión de la democracia, la persecución de opositores y la justificación de medidas extremas. En México, la aprobación de la reforma al Poder Judicial y otras reformas próximas pueden facilitar una concentración de poder que debilite los contrapesos democráticos y permita al Ejecutivo actuar sin control.

En un ambiente de fanatismo, es fácil justificar la destrucción de instituciones clave bajo el pretexto de reformas necesarias o de la voluntad popular, pero esto puede abrir la puerta a la instauración de un régimen autoritario. Al igual que en el pasado, donde se desmantelaron instituciones democráticas y se persiguió a los opositores, la historia nos muestra que el fanatismo, combinado con el poder absoluto, es una fórmula peligrosa que puede llevar a la violación de derechos fundamentales y a la instauración de una dictadura.