El pasado 2 de junio, una generación de jóvenes nacidos en democracia decidió que México cambiara su forma de gobierno a un modelo que, aunque tuvo sus logros, también dejó una estela de aspectos negativos. Como dijo alguna vez Octavio Paz, “la democracia es una búsqueda constante de la justicia y el bienestar”, pero la decisión de retornar a formas autoritarias refleja una nostalgia por una estabilidad que fue en gran parte ilusoria.

No me asusta el autoritarismo; no crecí en una sociedad donde la libertad se interpreta como la posibilidad de identificarse como cualquier cosa, desde un perro hasta un poste de luz verde. Crecí en un entorno donde, como decía Gabriel Zaid, “la disciplina se imponía con rigor”, donde las maestras no dudaban en lanzar un borrador si no respondías correctamente o en sacudirte con una pila de libros si te atrapaban hablando en clase. Crecí en el México del PRI, donde las reuniones familiares estaban llenas de apuestas sobre el próximo “destape”, y siempre había un amigo de la familia o un tío que relataba su experiencia en el movimiento del ’68 o la nacionalización de la banca.

Muchos de los que hoy cuestionamos al actual gobierno crecimos en un país con una democracia en construcción. Fuimos testigos de eventos que marcaron la historia de México, como los asesinatos de Colosio, Ruiz Massieu y el cardenal Posadas. Fuimos testigos de un “caos controlado”, donde la televisión era monolítica y la prensa, como señaló alguna vez Julio Scherer, “luchaba por respirar en un ambiente de censura”.

Nunca se está realmente preparado para perder libertades. Sin embargo, estoy convencida de que a mi generación y a las anteriores, aquellas que saben hacia dónde nos lleva un partido hegemónico, nos será más fácil adaptarnos que a los jóvenes que votaron por Morena, pensando en no perder su beca, o en “ver llorar a la oposición” sin comprender el verdadero costo de una beca o una venganza. Como advertía Mario Vargas Llosa, “el precio de la libertad es la eterna vigilancia”, pero para muchos, la libertad ha pasado a un segundo plano frente a promesas inmediatas.

Con su voto, han destruido el único mecanismo de rendición de cuentas que México tenía: la alternancia. Están acabando con la posibilidad de exigir, transparentar y controlar al poder. “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”, decía Lord Acton, y con esta decisión, se está dando carta blanca a un régimen para operar sin restricciones.

No se han dado cuenta de que repartir dinero es un mecanismo para ganar votos, y que un partido hegemónico deja de necesitar el voto ciudadano tan pronto como instala su mayoría. Como advirtió Benjamin Franklin, “aquellos que renuncian a la libertad esencial para comprar un poco de seguridad temporal no merecen ni libertad ni seguridad”.

Hoy, muchos dicen que están “disfrutando lo votado”, pero en unos años comprenderán el alcance de sus acciones y cómo truncaron sus propias posibilidades de una vida mejor.

Lo que sigue…

Esto no termina aquí. El régimen necesita un enemigo a quien culpar. La oposición ya no le sirve de mucho; la han destruido, y será casi inverosímil que con la mayoría absoluta y el control de todos los poderes se les impida hacer algo. Ahora viene el enemigo favorito de la propaganda: el extranjero. El imperio Yankee será el principal antagonista, y la estrategia será la misma que nos recetaron internamente: fomentar el odio para que cada decisión arbitraria del régimen se perciba como un triunfo. “El nacionalismo es el último refugio de los canallas”, como afirmó Samuel Johnson, y se liberarán dosis de dopamina con cada desplante hacia los vecinos del norte para mantener la lealtad y exaltar el nacionalismo.

No es necesario decir que esta película la hemos visto varias veces, y el costo para la sociedad civil siempre ha sido altísimo. Como bien señaló George Santayana, “aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”.